Desde la Antigüedad clásica, el motivo de la peste ha ocupado un sitio de relevancia en la literatura occidental. Ya Homero, al comienzo de la Ilíada, remite a la desatada en el campamento helénico porque Agamenón, el comandante en jefe, raptó a la hija del sacerdote Crises. Este pide a Apolo castigue al sacrílego y el dios flechador lanza una peste.
Más tarde, Sófocles, en su Edipo rey, alude a la provocada por el mismo Apolo en la ciudad de Tebas pues el crimen del rey Layo permanecía impune. Edipo, entonces flamante monarca, promete esforzarse por descubrir al asesino y desterrarlo. Ignoraba el pobre que era él quien, sin saberlo, había ultimado a Layo. En ambos casos son pestes míticas provocadas por una deidad irritada.
Pero hubo también pestes históricas narradas por historiadores y literatos y es a estas a las que quiero referirme. Son numerosas pero aludiré sólo a tres: primero, la que sacudió a Atenas en el siglo V a. C.; luego, la que diezmó gran parte de la población del centro de Europa en el siglo XIV y en tercer lugar la que se desató con fuerza en Londres en el siglo XVII.
Es Tucídides quien, en su Historia de la Guerra del Peloponeso, se ocupa de la primera de las mencionadas. Un vasto friso de la contienda entre Atenas y Esparta (años 431-404) en la que los lacedemonios derrocaron a los atenienses. El historiador, que entonces estaba exiliado de Atenas, tras munirse de información fidedigna que analiza con escalpelo de cirujano, describe con lujo de detalles el bienio 430-429 cuando la peste arrasó al Ática, con consecuencias funestas para los atenienses. Ingente cantidad de muertos y, entre ellos, Pericles, el brillante estratega que comandaba los ejércitos aqueos.
Esta circunstancia, según Tucídides, fue determinante para que los atenienses perdieran la guerra. Pericles, eximio estadista, al asumir el máximo poder en Atenas, pese a proceder de cuna aristocrática, se volcó a la causa popular acrecentado con ello su incuestionable popularidad. Era un hombre de vasta cultura a cuyo círculo pertenecían el dramaturgo Sófocles, el filósofo Anaxágoras, el escultor Fidias y, entre otros ilustres, Ictino, el arquitecto del Partenón.
En el libro II de su Historia, luego de la oración fúnebre por Pericles y del elogio de Atenas como tês Helládos paídeusin ‘la alta escuela de cultura de la Hélade’ (II 34-46), describe ese flagelo (II 48-54) con mirada y vocabulario médicos atento a que la medicina, al igual que la historia, tratan de percibir síntomas como medio para detectar las causas, como ha destacado la helenista J. de Romilly. Influido por la medicina hipocrática que, desechando curaciones mágicas y religiosas, atendía a la observación y al estudio científico del cuerpo humano, la peste le sirve también para tratar de comprender cómo se articula el tejido social.
En su descripción, harto realista, pinta cuadros lacerantes con desahuciados que, sedientos por la fiebre, clamaban por agua, cadáveres amontonados en las calles que aguardan ser incinerados, deudos que en la desesperación se aprovechaban de piras ajenas donde incinerar a sus muertos, amén de todo tipo de situaciones con graves implicancias socio-políticas: robos, casas intrusadas y otras tropelías semejantes; más aún, hubo enfermos que, presos de rabia, pretendían contagiar a los no infectados.
El historiador F. Marshall destaca, con lucidez, que Tucídides, al analizar la dimensión cultural y política de la peste, formula la noción de anomia (‘sin norma, sin ley’) que implica el abandono de reglas y convenciones que irrumpe en un mundo que se desmorona irremediablemente, con lógica deriva a la anarquía.
Por sobre los acontecimientos, al historiador le interesa atender a las causas y consecuencias de este morbo para extraer de ellos supuestas leyes universales previsoras respecto de lo porvenir. Entiende así su legado como un ktêma ès aeí ‘una adquisición para siempre’ (I 22) ya que, en su opinión, “el destino de los hombres y de los pueblos se repite porque la naturaleza del hombre es siempre la misma”, como recuerda W. Jaeger, aunque hoy advertimos que en el déroulement histórico nada se repite de manera idéntica.
Así como Tucídides fustiga a quienes se aprovechan de la peste para lucrar, exalta también a espíritus altruistas que, movidos por solidaridad, se sacrificaron en favor de sus semejantes.
Caso 2: Giovanni Boccaccio (1313-1375) en su Decamerón -voz griega que significa ‘Diez jornadas’- describe con minucia los estragos que causó la peste en el centro de Italia que, se estima, diezmó la población hasta en cerca de un tercio. Boccaccio compuso este corpus novelístico en los cinco años que habría durado dicha pandemia (1348-1353) y lo habría hecho no solo como testimonio de lo acaecido, sino también como forma de refugiarse en su creación frente al morbo.
Explica con objetividad que en el año 1348 llegó a Florencia “una mortífera pestilencia”que se manifestaba a través de hinchazones en axilas e ingles y que fatalmente llevaban a los infestados a la muerte. Advierte que esta peste procedía de Oriente.
Tan grave era que “cuando algún animal de otra especie que el hombre tocaba algo perteneciente a un apestado o a un muerto de la enfermedad se contaminaba en muy breve tiempo y moría enseguida. Con mis propios ojos presencié más de una vez semejante experiencia” (I 1, trad. E. Benítez).
El horror se apoderó de las almas al extremo “que el hermano abandonaba al hermano, el tío al sobrino, la hermana al hermano y a menudo la mujer al marido; y, lo que es aún peor y casi increíble, los padres temían visitar y cuidar a sus hijos” (I 1, trad. ibid.). Boccaccio urde la ficción de que un grupo de diez jóvenes aristócratas -siete doncellas y tres mancebos- que, por azar, se encontraban en la iglesia de Santa Maria Novella, con el propósito de escapar del flagelo deciden partir junto con sus servidores a las colinas fiesolanas para, aislados en ese entorno, aguardar el fin de la epidemia. La supuesta reclusión no es solo física sino mental pues, para distraerse de esa funesta realidad, durante diez días, bajo el simbólico reinado de cada uno de ellos, narran diez cuentos -ergo, cien en total- conformando un sólido contario -i. e., colección de cuentos entrelazados- que el humanista V. Branca advierte estructurados bajo tres tópicos conceptuales: fortuna, amor e inteligencia.
La descripción, cruda, de un realismo extremo, no procede solo de lo que el autor vería en las calles de la Florencia infestada, sino mucho de su acervo literario: reflejo de Tucídides (de los humanistas itálicos Boccaccio fue el primero que supo griego) y, principalmente, de la patética descripción de la peste de Atenas por Lucrecio en el final de su De rerum Natura ‘Acerca de la naturaleza de las cosas’ (VI 1288-1386).
Si bien para el novelista la peste, como memento mori, pareciera provocar una suerte de metánoia ‘conversión’ hacia el bien por parte de los espíritus (recordemos las Danzas de la Muerte del Medievo y que, para esos años, Petrarca compone “El triunfo de la Muerte”), una atenta lectura del Decamerón nos permite entrever que, ante el flagelo, los seres humanos sacan a luz lo propio de su naturaleza: los puros, un proceder altruista; los impuros, acciones abyectas.
Tercer caso: Daniel Defoe (1660-1731) en su Diario del año de la peste, publicado en 1722, alude a la epidemia que en los años 1664-1665 azotó a Londres. Un relato ficticio de las experiencias de un hombre durante el bienio en que esa ciudad sufrió el azote de la gran plaga. En la portada de la edición original “A Journal of the Plague Year…”, no figura el nombre de su autor. El relato se cierra con la estrofa que transcribo: “Una terrible peste hubo en Londres / en el año sesenta y cinco / que arrasó con cien mil almas /¡Y yo, sin embargo, estoy vivo!”, con las iniciales H. F. Estas parecen remitir a Henry Foe, tío de Daniel. Este último, con el fin de dar aire aristocrático a su persona, habría añadido el De con el que hoy lo conocemos.
D. Defoe -¿novelista, panfletista, periodista?, pero exitoso en cualquiera de los tres registros- narra como propios acontecimientos luctuosos de la peste como si los hubiera vivido, lo que no es cierto porque, cuando ocurrió la epidemia, sólo tendría 4 ó 5 años. Se valió para su escritura de tópicos tradicionales sobre la peste, amén de unos diarios al respecto escritos por su tío, el citado Henry; también la consulta a las notas y apuntes de Nathaniel Hodges -más tarde recogidas en el célebre tratado Loimonologia or and Historical Account of the Plague in London in 1665- del honorable médico que, aunque pudo alejarse de la ciudad, no la abandonó ni tampoco a sus enfermos.
La narración de Defoe es valiosa y llena de detalles, por momentos, de un naturalismo extremo, con vista a que resulte verídica. Así dice: “dejaré que hablen los hechos mismos”. Este Diario, escrito en primera persona narrativa, es una suerte de crónica o ficción documental donde, a la par de dar detalladas estadísticas de apestados y muertos -no sabemos si las minuciosas cifras que transcribe son reales o no-, entreteje una realidad que conocía de a oídas o por lecturas, amén de cierta dosis de fantasía. Lo interesante es que, como un sociólogo avant la lettre, se interesa por las consecuencias sociales, morales y psicológicas dejadas por la peste.
Hay quienes huyen antes de que Londres sea vallada (él mismo dice haber estado tentado de hacerlo, pero finalmente desistió), extensión de permisos para circular, cementerios que terminan careciendo de espacio, sepultureros que no tienen tregua en sus labores. Habla de un pico de 40.000 muertos en cinco semanas críticas. Bandos del Lord Mayor y de los magistrados que, para evitar la propagación del mal, ordenan matar a perros y gatos (habla de unos 40.000 canes y de unos 200.000 gatos; ver pág. 135 de la edición citada más abajo). Están quienes resisten, quienes luchan, quienes lucran con el flagelo (astrólogos, adivinos, falsos curanderos) y quienes padecen horribles suplicios hasta llegar a provocarse la muerte. Clausuraban las casas de los infestados y las marcaban con una cruz, lo que parece anticipar posteriores actos nefandos del nazismo.
Aporta en su relato algunas descripciones escalofriantes de lo que fue Londres durante la pandemia, así el caso de enfermos que aquejados de dolores insoportables se arrojaban a las fosas, el de un hombre que, camino al cementerio, iba montado en el carro de muerte que transportaba a su esposa e hijos exánimes. “Niños que eran encontrados vivos chupando el pecho de su madre” (pág. 131), imagen desgarradora que parece inspirar el motivo del famoso cuadro de J. M. Blanes, Un episodio de la fiebre amarilla, que remite a la peste que azotó a Buenos Aires en 1871).
Subraya que la epidemia gravitó más fuertemente entre los pobres con graves problemas de alimentación debido a la falta de recursos. Así como describe actos nefastos de especuladores y oportunistas de ocasión, incluso el despojamiento de ropas de fallecidos, señala ejemplos loables, tal el de un subsacristán que retiraba cadáveres para depositarlos en carros fúnebres y que, pese a manipular con ellos, no llegó a contagiarse.
Algunas de las circunstancias narradas parecen anticipar lo que hoy vivimos con el Covid19 que nos aqueja. Diríamos que gran parte de este Diario podría ser leída como una suerte de Diario de nuestra actualidad. Al respecto, transcribo dos comentarios de Defoe que cito en la versión de E. G. Blasco (Diario del año de la peste, Bs.As., Brújula, 1969): “Fue entonces cuando observé el profundo silencio de las calles” (pág. 117) y “De no haberse puesto en vigor la medida del confinamiento de los enfermos, Londres se habría convertido en el sitio más terrible del mundo” (pág. 177), añade el novelista una vez pasada la angustiante sesentena.
* El autor es doctor en Filosofía y Letras (París IV, Sorbonne), profesor consulto de la UBA y dirige el Centro de Estudios del Imaginario en la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires. (infobae)