La secuela de aquella película que dirigió Tony Scott en 1986 llega con dos objetivos: honrar a su antecesora y entretener. Tom Cruise es ahora el productor y motor de la que promete ser una de las más taquilleras del año.
Empujando los límites más allá de lo que recomiendan manuales en tiempos de drones y precisiones programadas por sofisticados elementos tecnológicos, una molestia obsoleta que irrita a sus superiores con sus osadías, Pete "Maverick" Mitchel es un dinosaurio que soporta estoico la modernidad que le imponen, convencido que los pilotos son el alma del combate.
Casi jubilado, humillado y despreciado, Maverick sigue siendo necesario para primero entrenar y luego comandar una misión imposible que tiene como objeto destruir una planta de uranio en un país indeterminado, que se descuenta en el contexto de las tensiones predominantes de la geopolítica del presente, se trata de Rusia.
Bajo el ala de "Iceman", que apaña al héroe ante los altos mandos que están en contra del veterano aviador, Maverick se carga la misión al hombro, le enseña a los pilotos y pilotas a su cargo pero además se empeña en trasmitirles su impronta, la herencia guerrera desafiando toda lógica y más allá de las fuerzas abrumadoras que tendrán que enfrentar.
De lo que se trata es del legado, de Maverick con las nuevas generaciones, de Iceman y la tradición que ayudaron a perpetuar junto a su viejo amigo -la aparición de Kilmer, enfermo de cáncer en la vida real pero clave para sostener el relato, es realmente conmovedora-, en definitiva, del paso del tiempo de los protagonistas frente a los desafíos del presente.
Pero claro, el hoy para Maverick está cargado de historia, como la difícil relación que entabla con uno de los pilotos a su cargo, Bradley 'Rooster' Bradshaw (Miles Teller), hijo de su amigo Nick "Goose" Bradshaw (Anthony Edwards) muerto en combate décadas atrás; o Penny Benjamin (Jennifer Connelly), un antiguo amor con posibilidades de segunda vuelta.
Con todos esos elementos "Top Gun: Maverick" es un producto atractivo, en donde el romance y el enfrentamiento generacional conviven con la tradición, el valor y el sentido del deber.
La declaración de principios de Cruise en Cannes, que afirmó: "Hay una forma muy específica de hacer películas y yo siempre hago mis películas para la gran pantalla", en "Top Gun: Maverick" se cumple a rajatabla, con un espectáculo -para disfrutar en el cine- lleno de emoción, en donde las escenas de acción, heredera del mejor cine de aventuras, están rodadas con esfuerzo para que parezcan del período analógico más que de la era digital.
Y es que la película bien podría estar fechada en los ochenta, con su cursi carga de testosterona, su chistes tontos, los autohomenajes tan adorables como berretas –la famosa escena del vóley de la primera se replica pero ahora en un momento de fútbol americano playero, por supuesto, poblado de fabulosos torsos desnudos y convenientemente sudorosos- y la hiper conciencia de un artefacto pop que fue despreciado al principio pero que luego alcanzó la categoría de clásico, para ingresar de lleno a la cultura popular global.